Cuento para una noche de primavera

El aprendiz de mago ©

Georg asomó su cabeza a través de la penumbra para poder ver mejor. Desde su escondite dominaba toda la estancia. Frente a él, la robusta mesa de trabajo con matraces y ampollas llenos de extraños líquidos y ungüentos, redomas burbujeando alocadamente y serpentines de benedictino goteo. Más allá una repleta botica con todo tipo de hierbas. Cerca de él, estanterías con grandes libros de antigua sabiduría. En un estante al lado de la ventana, se hallaban apilados extraños instrumentos para observar las estrellas. Y en el centro, todo un personaje: el Gran Mago, realizando un extraño ritual.
Georg era el aprendiz del Gran Mago. Sus únicas tareas eran, de momento, limpiar y ordenar las estancias, realizar los recados y acompañar a su maestro cuando salía a recoger hierbas y materiales para sus rituales y experimentos.
El muchacho ansiaba aprender los secretos y las técnicas de Alta Magia que realizaba su maestro, por eso le preguntaba:
—Gran Mago, ¿cuando podré aprender los rituales mágicos?
Su maestro escuchaba y respondía con voz aplomada.
—Georg, eres joven e impaciente. Aún no estás preparado para conocer los secretos de tan difícil e importante cometido.
A pesar de ello, Georg había pasado muchas noches agazapado en un rincón de la estancia observando como realizaba el Gran Mago los pases mágicos. La varita, con un hermoso y destellante cristal de cuarzo en su punta, cruzaba el aire zigzagueando como un relámpago, mientras el hombre
pronunciaba extrañas palabras que el muchacho se apresuraba a memorizar. Su sed por aprender era grande y ponía mucha atención en todo aquello que veía u oía.
Georg tenía un amor secreto. La había conocido observando las tiradas de tarot que a veces realizaba el Gran Mago escrutando el futuro. Ese amor era La Estrella. Se había enamorado de ella desde la primera vez que la vio y pasaba horas y horas pensando como lograr que su sueño de conocerla en persona se hiciera realidad.
Una noche el Gran Mago llamó al joven aprendiz y le dijo:
—Georg, esta noche es el equinoccio de primavera y coincide con el plenilunio, por lo que voy a salir para recoger hierbas y realizar un ritual. No hace falta que me acompañes. Quédate aquí y acuéstate. Puede que no regrese hasta el amanecer.
—Muy bien, maestro —respondió el chico.
Georg recogió lo platos de la cena mientras el Gran Mago tomaba su zurrón, su capa de lana y su cayado. El aire fresco y húmedo de la noche quedó en el ambiente cuando el Gran Mago cerró la puerta tras de si.
Mientras ponía un poco de orden en la estancia, Georg sintió como un montón de ideas se agolpaban en su cabeza pugnando por salir.
«Ahora es el momento —pensó—, el momento tan esperado».
Atisbó por la ventana y vio alejarse a su maestro por el camino que conducía a la montaña. Corrió hasta el arcón donde el hombre guardaba sus instrumentos de alta magia. Entonces el corazón le dic un respingo.
«¿Se habrá llevado la varita?»
Respiró aliviado cuando abrió la cajita de madera noble y, envuelto en un paño violeta de seda, asomó el hermoso cristal de cuarzo con empuñadura de cobre.
Su frente se ensombreció pensando en el enorme paso que iba a dar.
«¿Sabré hacerlo? ¿Obtendré resultados?»
Las preguntas caían sobre él como una cascada inundándolo de un sudor frío.
Se deslizó, no sin temor, hasta el círculo mágico con la estrella de cinco puntas que, dibujados en el suelo, presidían el centro de la estancia. Su mano temblorosa sostenía la varita sin atreverse a levantarla. Por un momento estuvo a punto de salir corriendo pero una fuerza, más poderosa que él mismo, le mantenía clavado en el lugar.
Buscó la orientación adecuada dentro de la estrella mágica y su brazo fue levantando lentamente la varita. Cerró los ojos y se dijo a sí mismo: «Adelante». Su mano movía la varita de un lado a otro pronunciando al mismo tiempo frases y palabras aprendidas del Gran Mago.
De pronto algo ocurrió que hizo que Georg abriera los ojos sobresaltado. Vio como la estancia se oscurecía y empezaba a brillar delante de él una luz que, poco a poco, se concretó en un dibujo en el cual creyó reconocer una carta del tarot. Enseguida pudo ver, a tamaño natural y en relieve, la imagen de una muchacha muy hermosa que, arrodillada en la orilla de un pequeño lago que reflejaba su extraordinaria belleza, vertía el contenido de dos jarras de agua: una sobre el estanque y la otra en la tierra y, por encima de ella, brillando con todo su esplendor, ocho estrellas que competían en hermosura con la muchacha.
Georg se quedó petrificado ¿Lo había conseguido?¿Era real lo que estaban viendo sus ojos? Entonces observó como la muchacha se detenía en su incansable cometido de verter agua, levantaba su cabeza y lo miraba, se incorporaba y, dando un paso adelante, salía de la carta.
Georg no acababa de creérselo. Esa bella imagen andaba dirigiéndose hacia él. Cuando la tuvo delante, ella le dijo:
—Hola, Georg.
—Ho...hola. ¿Eres tu de verdad? ¿La Estrella? —atinó a decir el joven.
—Si, soy yo —asintió con la cabeza—. Y tu eres Georg, ¿no es cierto?
—¿Cómo es que me conoces? —preguntó sorprendido.
—Muy sencillo —se apresuró a responder la Estrella—, el tarot es un mundo en cada carta y os he visto a ti y al Gran Mago asomaros muchas veces a él. Georg, —añadió bajando la mirada— me gustas, y he deseado muchas veces que pasase un milagro como éste para estar más cerca de ti.
—Verás —dijo Georg ruborizándose— yo... yo te amo desde la primera vez que te vi. Eres la muchacha más hermosa que he visto en mi vida.
La Estrella se acercó a Georg. Sus miradas se cruzaron fusionándose en un cálido y apasionado beso.
Y así fue como el joven aprendiz vivió la noche de amor más maravillosa que se pueda imaginar.
Pero ah, después de todo éxtasis viene la paz y el muchacho se quedó profundamente dormido. Nada hubiera ocurrido si no fuera por que la inexperiencia de Georg había puesto en marcha energías más poderosas de las que podía dominar y, mientras dormía, a través de la puerta astral que había abierto, comenzaron a aparecer las Damas del Tarot deseando tener su amor: primero la Emperatriz, con su túnica de flores y su expresión sensual; después la Gran Sacerdotisa, con su manto azul y su aire de conocimiento profundo; seguidamente la dulce y serena Fuerza; más tarde la Justicia, con su mirada seria y austera por su saber del Karma, y finalmente la danzarina cósmica del Mundo que, alegremente, traspasó el umbral para reunirse con sus compañeras.
Georg seguía dormido cuando, de pronto, se sintió zarandeado. Abrió los ojos y, sorprendido, vio ante él todas las Damas del Tarot reclamando su amor.
Cuando más agobiado y angustiado se encontraba y sin saber que hacer, apareció en la estancia el gran Mago. Viendo la situación, rápidamente ejecutó varios pases mágicos e inmediatamente todas las mujeres se desvanecieron volviendo como una ráfaga de intensos colores a la puerta astral, que se cerró tras ella.
Georg, asustado y encogido en un rincón, vio como el Gran Mago avanzaba hacia él. Dirigiéndole una severa mirada de desaprobación, su maestro le dijo:
—Veo que no has escuchado mis consejos y te has dedicado a hacer travesuras durante mi ausencia.
—Maestro, yo...
Georg no se atrevió a decir nada más y bajó los ojos avergonzado.
Mientras le ayudaba a levantarse, en el fondo de los ojos del Gran Mago el muchacho creyó ver un brillo de complicidad.
En ese preciso instante, Georg se encontró despierto, sentado en su jergón. Cuando comprendió que todo había sido un sueño, levantó el almohadón y sacó de debajo las cartas de la Estrella y los Enamorados y, observándolas, pensó:
«El maestro tiene razón, quizá he de esperar hasta estar mejor preparado».
Georg se volvió a echar en su lecho pensando que, a pesar de todo, había sido un sueño maravilloso, incapaz de olvidar.
Un rayo de Luna cruzó la ventana y el cristal de cuarzo destelló desde el suelo, en el centro del círculo mágico, y llenó la estancia de un brillo irisado. Fuera una brisa cálida anunciando la primavera, envolvía todo aquello que encontraba a su paso.

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