El Gran Mago y su
aprendiz llegaron a un claro del bosque que estaban atravesando.
El claro
correspondía al paso de un pequeño río que lo cruzaba brincando por unas rocas
en desnivel.
El sol no estaba
alto y su luz superaba con dificultad el espeso boscaje. La luz era ténue y
cálida, hecho este que invitaba al reposo.
El hombre y el
joven se sentaron en un grueso tronco caído. Pasaron unos minutos contemplando
el espacio que les envolvía.
Al fin el joven se
permitió preguntarle al Gran Mago.
—Maestro.
—Sí, Georg
—respondió aprestandose a atender el requerimiento de su alumno.
—Decídme, ¿el agua
está viva?
—Ve al río y
pregúntaselo a la roca.
Georg se levantó y
se dirigió al cercano río. Contempló como el agua se deslizaba entre el
roquedo. A su paso, la roca parecía más lisa, más suave sin aristas ni
salientes. Pequeños cantos rodados, dentro y fuera del agua, seguían la misma
tesitura. Tomo uno de ellos y lo contempló. Era casi una elipse perfecta, lisa,
suave, bien distinta de las piedras lejos del río.
Depositó el canto
junto al agua y, haciendo cuenco con las manos, recogió un poco de ella. Dejó
que se escurriera entre sus dedos, sintiendo como una caricia. Tomó de nuevo el
canto y volvió al lugar donde se encontraba su maestro.
—¿Y bien?
—pregunto éste.
—La roca más dura
parece que se haya ablandado y suavizado su apariencia y sin embargo sigue
siendo igual de dura. El agua fluye sobre ella casi como una caricia y a pesar
de ello está dando forma a la piedra.
—Así
es. El carácter más duro se suaviza si uno se deja acariciar por la vida.
© del autor de "El aprendiz de mago y otros relatos de saber"
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